Faltaban pocos días para la Pascua y los enemigos de Jesús estaban ocupados febrilmente en su complot para llevarlo a la muerte. Estaban preocupados por el tiempo. No podían hacerlo durante la fiesta que se aproximaba, porque esto causaría una revuelta entre las personas.
Jesús, sabiendo que sus días estaban contados, estaba en Betania cenando con sus discípulos en la casa de Simón el leproso. Una mujer se acercó a la mesa, con un vaso de alabastro en su mano. Ella rompió el delgado cuello de la vasija y vació su contenido, un aceite fragante muy costoso, ungiéndole su cabeza.
Sus acciones fueron rechazadas con brusquedad por los discípulos. ¡Ellos se lamentaron porque era un gran desperdicio! Entre ellos tenían la costumbre de darles regalos a los pobres en la noche de la Pascua. Si ellos hubieran vendido este perfume, posiblemente hecho de un nardo muy escaso de la India, habrían tenido suficiente para hacer una donación muy grande. Cristo los regañó por su airada indignación. Era obvio que sus discípulos habían pasado por alto la verdadera importancia de este sencillo gesto.
Marcos no nos dice quién era la mujer, pero el relato del libro de Juan nos muestra que era María, la hermana de Marta y Lázaro. Jesús la alabó por esta acción, y dijo que sería recordada en las generaciones futuras.
¿Cuál es la lección de todo esto? ¿Qué fue lo que sus discípulos no pudieron ver? Tal vez si detallamos algunas cosas podemos entender mejor este pasaje.
Un acto de hospitalidad
Según el comentario de William Barclay acerca del libro de Marcos, en esta época tenían la costumbre de echar unas gotas de perfume sobre el invitado, cuando éste llegaba o cuando se sentaba a comer. Esta mujer le estaba dando gran honor a Jesús al utilizar no sólo unas pocas gotas de un perfume ordinario, sino todo el contenido de una esencia de gran calidad. Se había roto la vasija y no se podía guardar nada. En este sentido, ella se dio por completo, incondicionalmente.
Una prefiguración
Cuando un criminal era crucificado, su cuerpo era tirado a una pila de desechos para que los animales salvajes lo devoraran. No se le rendía ningún honor a los que morían—no había dolientes profesionales ni ninguna ceremonia de entierro. Ya que Jesús fue acusado injustamente de ser un criminal, todo hacía prever que tendría este ignominioso fin.
Barclay comenta: “En el Oriente había una costumbre, primero de bañar y luego de perfumar los cuerpos de los muertos. Después de que el cuerpo se ungía, el envase en que estaba el perfume se rompía, y los fragmentos se colocaban junto al cuerpo en la tumba”. Esta mujer estaba anticipando los eventos que iban a ocurrir, su muerte y resurrección. Él mismo afirmó: “Porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura” (Mateo 26:12).
El ojo del observador
Cuando los discípulos presenciaron el acto de adoración de esta mujer, su respuesta fue sorprendente. En lugar de sentirse conmovidos o sentir humildad por sus actos, ¡ellos se enojaron! Irónicamente, ellos mismos fallaron al no reconocer al Hombre que estaba sentado con ellos y el sacrificio que estaba por hacer. ¿Comprendió la mujer las implicaciones de sus acciones? ¿Fueron las palabras de Jesús un rompecabezas aún para ella? Nadie lo sabe con seguridad, pero a los ojos de Jesús, su acción era digna de ser preservada para siempre en las páginas de la Biblia.
El fin de la historia
Con los días, el nefasto complot se completó. Jesús celebró su última Pascua y fue traicionado por un discípulo escogido, acusado de falso testimonio, azotado, crucificado y enterrado en una tumba (por la intervención de José de Arimatea, cumpliendo la profecía).
Cuando varias de sus discípulas finalmente llegaron con especies para ungir su cuerpo, ¡Él ya había resucitado! Pero ellas no necesitaban preocuparse—una mujer ya se había encargado de hacerlo. Como resultado de esto, según las propias palabras de Jesús: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mateo 26:13). UA
— Por Karen Meeker
[Karen Meeker vive en Missouri. Ella y su esposo de 50 años, George, tienen una familia maravillosa, incluyendo a cinco nietos hermosos. A ella le gusta leer, escribir y servir en las congregaciones locales de la Iglesia.]